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Museo Roca - Instituto de Investigaciones Históricas

El cuarto del fondo (juegos de infancia)

Por Gabriel Conlazo, del Área de Educación del Museo

   Roque era un pibe particular. A mi mamá no le gustaba mucho que jugara con él, o, mejor dicho, que vaya a su casa, eso no le gustaba nada. Tal vez fuera porque a su mamá, a la de él, se le volaban los pájaros con facilidad. Me acuerdo que, en un partido de baby que jugábamos contra el Ital, Roque puso una patita de más, y el 9 de ellos salió volando por el aire, lo tuve que atajar, literalmente, con mis dos manos, para evitar que se me metiera en el arco de cabeza, y sin pelota. ¡Gol del 9! -gritó la mamá de Roque- riéndose a carcajadas. Tenía eso. No se cuanta gente sabía que se llamaba Roque, todo el mundo lo conocía como el Rata. Cuando lo pasábamos a buscar con los pibes del barrio, le gritábamos - ¡Salí Raa… Roque! nos corregíamos en el camino, a ver si encima la vieja se enteraba que le decíamos Rata. 

   Los ojos chiquitos tenía, pegados a una nariz larga, siempre colorada, y una mata de rulos de la que asomaban dos grandes orejas, tan o más coloradas que la nariz. Rata, no había mejor sobrenombre para Roque. Del Papá se sabía muy poco. Un par de fotos medio desteñidas en el living de la casa, dejaban ver a un hombre joven, vestido de militar. Una vez le pregunté a Roque si su mamá y su papá se habían separado y no me contestó, siguió pateando la pelota contra la pared, como si no me hubiera escuchado. Tomar la merienda en la casa de Roque era un desafío para el hígado, pero por esos años a quien le importaba el colesterol. Tortas fritas que chorreaban aceite con cucharadas soperas de azúcar, y a empujarlas con mate cocido. La mamá de Roque nos calentaba la cocina con la estufa a leña, mientras preparaba los juegos sobre un tablón apoyado en dos grandes caballetes. 

   Arrancábamos con la payana, seguíamos con el tute cabrero, el dominó, la casita robada. Una vez le mentí a mi mamá, le dije que me iba a dormir a la casa de otro amigo, y me fui para lo de Roque. Esa noche no me la olvido más. Terminamos de comer y la madre nos llevó a un cuarto que tenía en el fondo. Como no había luz, nos dio una linterna a cada uno y nos pidió que le apuntáramos para donde ella nos iba diciendo. Como haciendo memoria en la oscuridad, la vieja nos decía; a ver, apunten para allá, y a través de los dos círculos de luz, como las ópticas de un Torino, veíamos un caballo de calesita empotrado en la pared, un cajón lleno de baleros de madera, una caja con una gran cantidad de Yo -Yo, scalextric, el estanciero, autitos de colección, ajedrez, damas, frascos con bolitas, lecheras, japonesas, aceritos. 

chicos

   Cada, tarde, cada noche que pasé en esa casa, fue una invitación a jugar. La mamá de Roque nos enseñaba las reglas de los juegos que ella había aprendido de niña, los que había jugado con su papá, su mamá, sus abuelos. Cuando terminábamos, nos hacía guardar todas y cada una de las piezas en sus cajas, y salía por la puerta de la cocina en dirección al cuarto del fondo. No recuerdo que haya tenido luz en todos los años de infancia. A veces pienso que tal vez si la tenía, pero ella nos hacía ir a buscar los juegos linterna en mano, y de alguna manera ya nos estaba invitando a la aventura. Hace un tiempo pase por el barrio, la casa ya no está, en su lugar se levanta un edificio de varios pisos de altura conuna entrada de coche a cada lado. Bajé del auto, empezaba a oscurecer. Me asomé por una de las cocheras para ver que habían hecho en el fondo. A la altura de donde había estado el cuarto de los juegos, varios niños jugaban en una pileta rebosante de luz.